viernes, 6 de diciembre de 2013

Secreto familiar

SECRETO FAMILIAR   

Esa mañana de domingo se decidió a leer la carta que estuvo durante dos días en la mesita, junto a la ventana.
Pasaba cerca de ella la miraba, tenía temor a abrirla. Eso le ocurre cada vez que recibe correspondencia de San Lucido, los últimos años las únicas cartas que llegan son las de la tía Carla, ella cuenta con todo detalle las novedades, pero siempre encabeza con una noticia de algo malo que ocurrió en el   pueblo.  Por eso a Florinda le cuesta abrir las cartas, después de los primeros párrafos, generalmente trágicos, es una delicia leer los comentarios e historias de vida del lugar. Gracias a la minuciosidad de la tía Carla Florinda siente que nunca se alejó de su pueblo natal. Pudo “Ver” los trabajos de la cosecha, las fiestas regionales, la procesión de San Juan Bautista. Compartió a la distancia la alegría y el trabajo en el galpón donde la familia preparaba, una vez al año, los embutidos y fiambres después de carnear a un cerdo.
El sonido del agua en la pava le indicó que estaba lista para el mate, las tostadas infaltables en el plato, la música de Serrat, un ritual del domingo a la mañana, sonaba en el luminoso comedor.                           
Sentada a la mesa abrió el sobre, eran muchas las páginas escritas con la letra pequeña y cuidadosa de su tía.
“Cara Florinda”, así empezaba siempre, preguntándole luego cómo estaban sus cosas, y enseguida… “¿te acordás de don Genaro?, el esposo de doña Lola, murió hace unos días. Siempre quisiste a doña Lola  pero no a él, sin embargo era  apreciado por los vecinos.  Sentimos mucho su muerte…
Estremecida Florinda   volvió a tener la sensación de terror vivida hace cuarenta años, cuando Juan la salvó de los brazos de ese hombre.
Dejó la carta, temblorosa cebó otro mate, intentó untar con manteca y miel una tostada, la llevó a la boca y volvió a ponerla en el plato. De a poco se tranquilizó sorprendida ante su reacción pensó que no era una buena cristiana, no lamentaba la muerte de ese hombre. Por el contrario, sintió alivio. Uno de los temores que enfrentaba al pensar en visitar a su familia era encontrarse con él. Su muerte le liberaba el camino para ir a Italia.
Florinda despertó al mundo de los recuerdos, algunos dolían, otros eran gratos. La infancia en el pueblo, San Lúcido, esos días de invierno al lado del horno de barro, esperando que su mamá introdujera la pala y sacara los pancitos. Unos más blancos, otros más tostados. Así pedía la gente mostrando los diferentes gustos. Dejarlos entibiar, ponerlos en una canasta cubiertos con una servilleta blanca y salir a vender.
Bajaba el camino de piedra empinado y desparejo con cuidado y tocaba las campanitas de cada casa recibidora de pan: la de doña Lola tenía el techo rojo y estaba a mitad de camino, siempre la esperaba con una taza de chocolate caliente y un bizcochuelo.
Para Florinda esto era una fiesta y renovaba sus fuerzas para seguir andando. Volvía cerca del mediodía con la canasta vacía algunas veces, llena de huevos, limones, manzanas que algún vecino le regalaba, otras.
Cuando murió Doña Lola Florinda estuvo con fiebre unos días, era la primera vez que lloraba una muerte. Sintió que el largo recorrido comenzaba a pesarle. Don Genaro, el esposo de Lola, le siguió preparando el chocolate. Pero no era lo mismo, a Florinda no le gustaba ese hombre, la hacía beber de la taza sentada sobre sus rodillas, le acariciaba el pelo, y un día sus manos bajaron hasta los incipientes pezones de la niña de once años y la apretó contra si, besándola en forma salvaje mientras ella gritaba intentando zafar de la fuerza brutal.
Juan, el cartero, escuchó sus gritos y, sin pedir permiso, empujó la puerta y se metió...
 Continuará en unos días...

Invitación


Atahualpa y Cortázar


Atahualpa Yupanqui


Escuchamos a Landriscina