SECRETO FAMILIAR
Esa mañana de domingo se
decidió a leer la carta que estuvo durante dos días en la mesita, junto a la
ventana.
Pasaba cerca de ella la
miraba, tenía temor a abrirla. Eso le ocurre cada vez que recibe
correspondencia de San Lucido, los últimos años las únicas cartas que llegan
son las de la tía Carla, ella cuenta con todo detalle las novedades, pero
siempre encabeza con una noticia de algo malo que ocurrió en el pueblo.
Por eso a Florinda le cuesta abrir las cartas, después de los primeros
párrafos, generalmente trágicos, es una delicia leer los comentarios e
historias de vida del lugar. Gracias a la minuciosidad de la tía Carla Florinda
siente que nunca se alejó de su pueblo natal. Pudo “Ver” los trabajos de la
cosecha, las fiestas regionales, la procesión de San Juan Bautista. Compartió a
la distancia la alegría y el trabajo en el galpón donde la familia preparaba,
una vez al año, los embutidos y fiambres después de carnear a un cerdo.
El sonido del agua en la
pava le indicó que estaba lista para el mate, las tostadas infaltables en el
plato, la música de Serrat, un ritual del domingo a la mañana, sonaba en el
luminoso comedor.
Sentada a la mesa abrió
el sobre, eran muchas las páginas escritas con la letra pequeña y cuidadosa de
su tía.
“Cara Florinda”, así
empezaba siempre, preguntándole luego cómo estaban sus cosas, y enseguida… “¿te
acordás de don Genaro?, el esposo de doña Lola, murió hace unos días. Siempre
quisiste a doña Lola pero no a él, sin
embargo era apreciado por los
vecinos. Sentimos mucho su muerte…
Estremecida Florinda volvió
a tener la sensación de terror vivida hace cuarenta años, cuando Juan la salvó
de los brazos de ese hombre.
Dejó la carta,
temblorosa cebó otro mate, intentó untar con manteca y miel una tostada, la
llevó a la boca y volvió a ponerla en el plato. De a poco se tranquilizó
sorprendida ante su reacción pensó que no era una buena cristiana, no lamentaba
la muerte de ese hombre. Por el contrario, sintió alivio. Uno de los temores
que enfrentaba al pensar en visitar a su familia era encontrarse con él. Su
muerte le liberaba el camino para ir a Italia.
Florinda despertó al
mundo de los recuerdos, algunos dolían, otros eran gratos. La infancia en el
pueblo, San Lúcido, esos días de invierno al lado del horno de barro, esperando
que su mamá introdujera la pala y sacara los pancitos. Unos más blancos, otros
más tostados. Así pedía la gente mostrando los diferentes gustos. Dejarlos
entibiar, ponerlos en una canasta cubiertos con una servilleta blanca y salir a
vender.
Bajaba el camino de
piedra empinado y desparejo con cuidado y tocaba las campanitas de cada casa
recibidora de pan: la de doña Lola tenía el techo rojo y estaba a mitad de
camino, siempre la esperaba con una taza de chocolate caliente y un
bizcochuelo.
Para Florinda esto era
una fiesta y renovaba sus fuerzas para seguir andando. Volvía cerca del
mediodía con la canasta vacía algunas veces, llena de huevos, limones, manzanas
que algún vecino le regalaba, otras.
Cuando murió Doña Lola
Florinda estuvo con fiebre unos días, era la primera vez que lloraba una
muerte. Sintió que el largo recorrido comenzaba a pesarle. Don Genaro, el
esposo de Lola, le siguió preparando el chocolate. Pero no era lo mismo, a
Florinda no le gustaba ese hombre, la hacía beber de la taza sentada sobre sus
rodillas, le acariciaba el pelo, y un día sus manos bajaron hasta los
incipientes pezones de la niña de once años y la apretó contra si, besándola en
forma salvaje mientras ella gritaba intentando zafar de la fuerza brutal.
Juan, el cartero, escuchó sus gritos y, sin pedir permiso, empujó la
puerta y se metió...Continuará en unos días...