TOMILLO Y LAUREL
Él
estaba pasando unos días de reposo en un apartado rincón cordobés. Treinta años
de trabajo en una hilandería le habían “tejido” en sus pulmones una espesa capa
de lanas entrecruzadas.
- “En las sierras de Córdoba se va a curar” –
había dicho el médico- “la dificultad respiratoria va a desaparecer”.
Elisa
bajó del ómnibus con su mochila al hombro y la foto en la mano. Durante la
noche la había mirado más de una vez, al dorso su padre había escrito las
indicaciones para llegar al lugar. Esas letras casi ilegibles que ella amaba
leer, sólo porque eran de él, la guiaban hacia la casa.
El
micro llegó antes de hora. Le agradó saber que podía caminar sin apuro. Así lo
hizo. El perfume de tomillo y laurel la envolvió por el estrecho sendero de
piedras.
Se
tomó el tiempo para detenerse en cada grupo de árboles floridos. En el estrecho
río que bajaba de la sierra.
Tomillo
y laurel en un ramito que fue armando para su padre.
Faltaba
poco para llegar. El sol ardía en la piel. Sacó de la mochila un sombrero y se
cubrió. Bebió de un arroyo pequeño agua muy fresca, que luego pasó por su nuca,
su cara. Sintió placer. Subió la empinada cuesta hasta la calle que la
esperaba. La piel húmeda de bailarinas y brillantes gotas, espejo del sol del
mediodía, palpitaba al ritmo de su corazón.
¿Cómo
encontraría a su padre? Tenía miedo.
El
cartel de madera le permitió leer, entre letras desdibujadas “Calle de la
Peperina”. Ese era el lugar. Recurrió a la foto, la cuarta casa hacia la
izquierda tenía la marca de una cruz que su padre había dibujado. Por momentos
la brisa llegaba con el olorcito de la empanada gallega. Única. No había otra
igual.
“Querida hija, te voy a esperar con la
empanada…”
Era
una manera que tenía de demostrarle amor.
Esa
era la casa, la pequeña de jazmines del país a la entrada que vestían un arco
de madera perfumado de blancas miniaturas.
Guardó
la foto en la mochila.
Se
abrazaron fuerte, largo. Elisa supo que las letras desparejas de la última
carta de José se dejaban leer temblorosas de mentiras.
Serían
las tres de la tarde cuando, sentada frente a su padre ante una pequeña mesa de
tablones rústicos, cubierta por un mantel blanco e impecable, bajo la sombra de
un frondoso tilo, saboreó esa mezcla de ajíes, cebollas y caballa envuelta en
la masa casera, calentita todavía, y la clásica copa de moscato que enaltecía
su color con el brillo del sol que se filtraba entre las hojas.
Las
palabras hablaron de este tiempo y de todos los tiempos vividos. Rieron y
lloraron juntos con los recuerdos en los que se mezclaban sus ocho años, esa tarde, aquel burbujero que
él le había traído del centro, un cielo azul que esperaba las burbujas atravesadas de sol que estallaban
en el viaje hacia la altura. O aquel
otro día en que ella cumplía doce años y él le trajo el conjunto de gaiteros
que vinieron caminando por las calles de Ciudadela tocando jotas y muñeiras.
-¡Baila hija, baila! Decía él que había incorporado el sonido de su bombo a la
música del conjunto. Y ella bailaba, seguía el ritmo de la muñeira con el
cuerpo y las castañuelas que repiqueteaban alegres.
El
llanto surgió al recordar a Batuque, el perrito lanudo tan mimado que cruzó la
calle para recibirla cuando regresaba de la escuela y murió atropellado por un
auto. Fue la primera vez que ella presenciaba una muerte, nada más ni nada
menos que su adorado perro ruloso.
Emociones,
risas, ternura y luego, un espacio de silencio de palabras. Sólo el canto de
las chicharras, un jilguero que se oía a lo lejos y el sonido del arroyo
cercano, el agua saltando entre las piedras.
Después:
- ¿Querés tomar un tecito de peperina?
Sorbo
a sorbo. Otra vez frente a frente ante la disimulada alegría.
-
¿Querés ver la huerta?
Caminaron
hasta un rincón del terreno. En ese pequeño espacio se podían ver las largas
horas de trabajo que daban sentido a ese tiempo de espera.
Otra
vez frente a frente, ante la disimulada alegría.
Tomillo
y laurel, su papá no estaba mejorando.
Tomillo
y laurel, su papá estaba triste de lejanías.
-
Papá. ¿Querés venirte conmigo a Buenos Aires?
No
necesitó respuesta.
Tomillo
y laurel.
Al día siguiente tomaron el micro de las cinco de la tarde.
Al día siguiente tomaron el micro de las cinco de la tarde.
La
primera cura había comenzado.
Elisa Vázquez